Leonidas Martín
Obra y milagros
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Furia iconoclasta

21 junio, 2020
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Una furia iconoclasta se desata por doquier. Jóvenes airados, tremendamente insatisfechos y con anhelos de una igualdad radical, derriban las estatuas de piedra que encuentran a su paso. Imágenes de una historia deformada (como todas las historias) que al caer al suelo y romperse en mil pedazos suenan como el murmullo de una última palabra de sabiduría: «Quizá…».

Quizá el sentido de lo humano pase por deshacernos de todo lo que creíamos cierto. Quizá llegados a la última estación nos percatemos de que el trayecto estaba equivocado, y que quizá por eso dejó en su estela una multitud de hombres y mujeres destruidos. Quizá el mundo se esté acabando, o quizá esté simplemente cerrándose sobre sí mismo. Quizá sea eso lo que nos empuja a enfrentarnos los unos con los otros. Quizá el enfrentamiento acabe con lo poco que queda de nosotros, o quizá nos haga comprender la importancia de juntarnos en torno a la fragilidad humana. Quizá sean demasiadas las personas convencidas de que su futuro viene marcado por la violencia y la amenaza constante. Quizá estemos demasiados divididos para ver nada, o quizá estemos a tiempo de restaurar una unidad moral y espiritual entre tanta división. Quizá derrumbar estatuas nos divida todavía más, o quizá nos una y nos ayude a ver que el paraíso, el infierno y todos los dioses están en realidad dentro de nosotros. Quizá la eternidad esté, como dijo Blake «enamorada de los productos del tiempo». Quizá ha llegado el momento de escribir nuevas historias. Quizá no esté todo perdido.

Distintas pero iguales

12 junio, 2020
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Una amiga me envía un mensaje en directo desde una de las manifestaciones de Black Lives Matter en Nueva York. «Leo, aquí somos todas iguales. Las mujeres, los hombres, los negros, los blancos somos estos días en la calle todos iguales». Sus palabras relucen con esperanza en la pantalla de mi teléfono móvil, son como el anuncio de una presencia viva que, invisible aún, ya se deja sentir en la oscuridad.

Comenzar a percibirnos como iguales en esta vida hecha de partes que parecen no poder reunirse jamás, es sin duda una de las mejores noticas que se pueden recibir hoy. Y es que ser iguales no quiere decir que los negros dejen de ser negros, o que las mujeres dejen de ser mujeres, ser iguales no quiere decir dejar de ser diferentes, más bien al revés: ser iguales es tan solo saber que somos diferentes y que aún así estamos dispuestos a vivir como iguales.

«¡Somos distintas pero iguales!». Gritémoslo con valentía, con la fuerza que nos da saber que el proceso de la igualdad es siempre el de la diferencia. Convirtamos este grito en el pistoletazo de salida hacia su cumplimiento.

Como tambores de guerra

6 junio, 2020
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Hace cuatro años, Black Lives Matter ocupó el City Hall Park de Nueva York. Yo pasé la noche allí acampado, durmiendo poco y hablando mucho con todo el mundo. Alguna de aquellas conversaciones alrededor de una cocina improvisada se grabaron a fuego en mi cabeza, y estos días resuenan como un tambor de guerra. Aquí van algunas:

“No hacemos falta. El capitalismo ha llegado a un punto donde la mano de obra negra y latina ya no es tan importante; sobramos, tío. Por eso lo que viene ahora es el genocidio”

“Comercializan nuestra cultura, hacen pasta con nuestra música, con nuestra manera de hablar, con nuestro arte, y después, nos criminalizan en los medios de comunicación, ponen a todo el mundo en nuestra contra. Somos cosas, para ellos no somos más que cosas con las que comerciar. Nada más que eso, cosas”

“Todo es parte de lo mismo, ¿sabes? Todo está conectado: los asesinatos racistas, los desahucios en los barrios pobres, el número tan elevado de parados afroamericanos… Por eso llevo esta camiseta, ‘Abolish Police’, porque el sistema está roto, podrido, y un sistema podrido no se puede reformar”

*Los carteles luminosos que aparecen en la fotografía salieron del taller de Athena Soules

Bajo la corteza

11 mayo, 2020
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Tomé esta fotografía hace tres años, en un bosque de abedules al norte de Suecia, muy al norte, casi donde se acaba el mundo. Comenzaba el otoño y alguno de los árboles había perdido ya su corteza, como este en el que me detuve para recobrar el aliento tras más de una hora caminando. Ver aquellos dibujos realizados en secreto por una oruga ciega, me hicieron darme cuenta de que la vida tiene en realidad una forma plástica, y hasta un determinado aspecto intelectual a veces. Arrastrándose a oscuras por debajo de la superficie seca del abedul, el cuerpo dividido en segmentos de la oruga interroga a la tierra como lo hace un artista con un lápiz sobre el papel. Esos surcos de largo trazo circular interrogan también al tiempo sin saber siquiera que lo están haciendo. Me alegra haber encontrado esta foto justo ahora, cuando el entusiasmo parece dormido. Nunca está de más recordar que los acontecimientos siguen y han seguido siempre su propio curso, desde el principio, y que así lo harán hasta el final, con o sin nosotros. Porque ese impetuoso arroyo que es la vida no depende de nosotros para seguir recorriendo el mundo. Lo que depende de nosotros es la decisión de seguir fluyendo con él o no.

Desafío aceptado

15 abril, 2020
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Londres, 1989. Tenía yo entonces dieciséis años recién cumplidos. Acababa de salir de la tienda que está a mis espaldas, mitad sex shop mitad tienda de discos especializada en punk rock. La foto la tomó un tipo alto con bigote y gabardina que pasaba por allí. Le pedí como pude que me la tomase. En la tienda me compré el primero de los Cramps (Songs The Lord Taught Us), los dos discos de estudio de los New York Dolls (New York Dolls y Too Much Too Soon) y el Plastic Letters de Blondie, ese en el que aparecen en la portada Debbie Harry y sus chicos apoyados en un coche de la policía de Nueva York. Aquellos fueron de los primeros discos que incorporé a mi colección, hasta entonces escuchaba la música muy mal grabada en cassettes reciclados mil veces. En aquella tienda me pillé también un fanzine de corte anarquista con textos de la Internacional Situacionista, King Mob y la Angry Brigade. Yo todavía no sabía quiénes eran todos aquellos tipos, ni sabía tampoco hablar bien inglés, pero algo me empujó a llevarme aquél libreto. Me pregunto qué habrá sido de él. Debió perderse en el mismo lugar donde se perdió mi juventud.

Aquél viaje a Londres fue el primero que hice al extranjero (sin contar los que había hecho con mis padres a Francia y a Portugal unos veranos antes). La excusa había sido un intercambio de estudiantes organizado por mi instituto, el Virgen del Pilar. En el sorteo me tocaron un par de hermanas gemelas de origen Portugués. Tuve suerte, pero la verdad es que las vi bien poco. Lo que yo buscaba apuntándome a aquél intercambio de estudiantes no era tanto hacer nuevos amigos como perderme por Londres. Así que en cuanto llegué a casa de las gemelas, les pedí una copia de las llaves y ya no volvieron a verme el pelo casi hasta el día que tomé el avión de vuelta. Londres olía a realidad, y esa realidad era exactamente lo que yo necesitaba en ese momento.

Recuerdo que el día que debía tomar el avión de vuelta a España, mientras me despedía de las gemelas, la más morena me dijo que tenía que hablar conmigo un momento. «He esperado hasta ahora para decírtelo, pero visto que hoy es el último día y que las cosas no han ido como esperábamos, te lo diré». Lo que me dijo fue que su amiga estaba enamorada de mí desde el día del sorteo, y que no se había atrevido a decírmelo. La amiga en cuestión era una chica muy bajita de origen pakistaní que se encontraba sentada en una silla detrás de ellas, al lado de mis maletas, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza inclinada hacia el suelo. Cuando la gemela terminó de hablar, su amiga y yo cruzamos la mirada un segundo sin saber bien qué decir ni qué hacer. Creo que si hubiera enrojecido más, la piel de nuestras mejillas habría empezado a arder. Al final, levanté la mano y la saludé de lejos con una sonrisa, y entonces ella se incorporó de la silla, caminó hasta mí y me dio un paquete envuelto en papel de celofán azul. «It’s a present for you» –me dijo–, y acto seguido me dio un beso en la boca y salió corriendo escaleras abajo. Ya en el avión sentado en mi asiento descubrí lo que había en el paquete. Era un bote de pachuli con un dispensador de caña. Abrí la tapa con mucho cuidado y me puse unas gotas en el cuello. Todavía recuerdo aquel olor tan fuerte (y creo que el señor que estaba sentado a mi lado lo recuerda también). Aquel perfume fue el elemento que terminó de completar mi transformación integral. Cuando aterricé en el aeropuerto de Zaragoza era ya otra persona.

No tardé mucho en irme de casa de mis padres. Pasaron muchas cosas, muchos años, y una noche de fiesta por Londres sucedió lo más raro que me ha pasado nunca. Estaba con unos amigos buscando la sala de conciertos donde actuaban los Vibrators, queríamos aprovechar a verlos ahora que se habían vuelto a juntar para hacer una pequeña gira local. Llevábamos buscando aquella maldita sala un buen rato ya cuando asumimos que estábamos completamente perdidos. Dejamos de caminar en algún lugar indeterminado entre Hackney y Redbridge y entonces el cielo se precipitó sobre nosotros. Comenzó a caer una de esas furiosas lluvias que caen a veces en Londres sin previo aviso. Corrimos a refugiarnos bajo el toldo de una tienda de alimentación y yo aproveché para entrar a preguntar si alguien sabía dónde estaba el lugar donde a esas alturas de la noche ya debían estar actuando los Vibrators. Cuando dejé de hablar y levanté la cabeza del mapa escuché a la dependienta que me decía: «Is that you, Leo?» Por extraño que pueda parecer yo también la reconocí a primera vista. Era la chica del pachuli. Igual de bajita que entonces, igual de guapa y mucho más embarazada. En los cinco minutos que duró nuestra conversación me dijo que aquella era la tienda de sus padres, y que algunos viernes por la noche les echaba una mano. También me dijo que terminó la carrera y que ahora trabajaba de veterinaria en un hospital de animales muy cerca de allí. Y también me dijo dónde estaba la sala de conciertos. «Have fun!», gritó desde el mostrador mientras yo salía por la puerta. «You too» –contesté con una sonrisa en la cara–, «te lo mereces».

Cuando me reuní de nuevo con mis colegas en la calle, sentí como si algo me hubiese arrancado del mundo dejando tras de mí recortada en el vacío la silueta de mi persona. Los Vibrators no estuvieron mal aquella noche, pero tampoco fue un gran concierto. Aún así, cuando en los bises tocaron el Baby, Baby, y todos nos pusimos a la cantarla al unísono con todas nuestras fuerzas, sentí que las tierras se movían dejando al descubierto una gran grieta en mi pecho. Creo que fue entonces cuando decidí que quería ser artista. Una nueva e ignota forma de vida comenzó a abrirse paso en mi interior justo en ese preciso momento.

Una vida sin garantías

6 abril, 2020
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Aprovechemos que la cuarentena ha dejado atrás aquella vida neurótica llena de certezas y de seguros que vivíamos antes, y abrámonos a la fragilidad de una vida sin garantías de nada pero en armonía con todo.

El instante exacto

10 marzo, 2020

El instante exacto en el que el futuro deja de ser una promesa y pasa a convertirse en una amenaza. Qué frágil es aquello sobre lo que se sostiene todo.

El orden simbólico del coño

3 marzo, 2020
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El otro día proyectamos en clase el Almuerzo en la hierba de Manet, y mis alumnxs y yo contemplamos juntos por enésima vez este archiconocido ejemplo de revolución simbólica. Yo aproveché la ocasión para contarles eso que decía Bourdieu de que una revolución simbólica primero subvierte las estructuras cognitivas y, después, esas nuevas estructuras se generalizan hasta hacerse imperceptibles. Que es más o menos como decir que cuanto más triunfa una revolución simbólica más invisible se vuelve, y que por lo tanto el mayor triunfo de una revolución simbólica ha sido y será siempre su plena integración en las estructuras sociales sobre las que actúa.

Cuando terminé de hablar, cambiamos de imagen en la pantalla y proyectamos El origen del mundo de Courbet. Si la teoría de Bourdieu es cierta, este cuadro, por muy pornográfico que sea, no llegó nunca a ser plenamente una revolución simbólica. Por mucho revuelo que pudiera causar en su día y por mucho tiempo que haya pasado desde entonces, hay algo en él que no termina de integrarse del todo en las estructuras sociales. La pintura de Manet la encontramos hoy impresa en las cajas de galletas del Mercadona, pero me cuesta imaginar eso mismo con el cuadro de Courbet: «Cómetelas, están buenísimas». No, definitivamente, hay algo en esta imagen que resiste a su integración social.

¿Qué tiene este coño que no permite concluir el ciclo natural de toda revolución simbólica? ¿Es algo que le sucede a él en particular o es cosa de todos los coños en general? ¿Es por esto mismo por lo que no se pueden subir fotos de coños ni de pezones femeninos en Facebook? Para mí, los órdenes simbólicos son un sistema de síes y noes (de lo que se puede hacer y de lo que no) del que depende la unidad social a la que pertenecen. No creo que haya ningún sistema social que se sostenga sin un orden simbólico que lo valide. Existe siempre un acuerdo implícito entre las estructuras cognitivas y las estructuras sociales. De hecho, creo que este acuerdo es la esencia misma sobre la que se sustenta la propia experiencia del mundo social. Por eso me pregunto qué pasaría si dejásemos de validar el orden simbólico que representa este cuadro, ¿qué sistema social se caería si dejásemos de sostener el orden simbólico de este coño?

Un hombre de muchos caminos

26 febrero, 2020
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Es la lectura lo que me hizo ser el hombre de muchos caminos que soy. Ella me trajo hasta esta tierra remota donde la realidad no deja nunca de dar vueltas. Fue hace mucho tiempo, cuando era yo tan radicalmente joven que aún no sabía que al llegar aquí desaparece para siempre la posibilidad de regreso. Sobra decir que sigo teniendo los minutos contados –de eso no me libra ni la lectura– pero os aseguro que aquí no son ya una mera cuenta atrás.

*Gracias Andrea por la foto diabólica 

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