Lo que no se puede separar (Guerra intestina en Cataluña)

Hay palabras que estos días se repiten sin cesar. Una de ellas es «coyuntura». La menciona todo el mundo: coyuntura por aquí, coyuntura por allá. En el Telediario de Antena 3 los portavoces del Gobierno de España se refieren a ella de una manera, y en el de TV3 los portavoces del Govern de Catalunya de otra. Y lo mismo sucede en la calle, ante la pregunta de qué es aquello que caracteriza la situación en la que nos encontramos las respuestas son de lo más variado, desde «Golpe de Estado» o «Estado de excepción» hasta «Revolución de un pueblo» o «Democracia», e incluso hay quien dice, como Felipe el fantástico camarero del bar donde acostumbro a almorzar, que esto es «una inmensa terapia de grupo». Supongo que con la coyuntura sucede como con todo lo demás, que varía según cómo y desde dónde se mira.
Yo la miro desde mi vida cotidiana, y os aseguro que desde allí la coyuntura es la de un nuevo telón de acero invisible que lo parte todo por la mitad. Hace unos días, sin ir más lejos, cancelé mi clase de Historia del Arte porque un par de alumnos, un chico y una chica muy jóvenes, estuvieron a punto de llegar a las manos. «¡Democracia y te jodes!», le dijo él a ella con el dedo levantado en el aire como una espada (la frase me fascinó). Y ella, con el rostro colorado como un pimiento cocido se defendió repitiendo hasta la saciedad: «Ilegal, ilegal, ilegal». ¡Toma coyuntura!
No fue nada fácil calmarlos, necesité ayuda de varias alumnas y de otro profesor. Cuando al fin logramos que regresasen a sus pupitres entablamos una conversación todos juntos. Les dije que me preocupaba todo lo que veía a mi alrededor y fueron muchos los que compartieron mi preocupación. También les dije que, por suerte o por desgracia, estábamos todos metidos en el mismo espacio, el espacio de la clase, y que si queríamos llegar juntos hasta el final del curso íbamos a tener que respetar nuestras diferencias. Parece que esto gustó bastante, pero sé que no va a ser fácil.
De vuelta a casa vi pegados en las paredes esos carteles que dicen que vivir es posicionarse. No para mí. Yo no quiero vivir atrincherado frente al otro, ni tampoco quiero que se atrinchere él. Sé que ese que piensa y actúa de manera tan distinta a como lo hago yo va a seguir existiendo siempre (el exterminio nunca ha sido una buena idea a largo plazo), así que más que posicionarme lo que me toca es intentar vivir con él. Y eso pasa por abrir un espacio (en mi clase, por ejemplo) donde la lógica de la polarización no se haga fuerte. Un lugar donde podamos compartir nuestras diferencias –que nunca son dos, como tratan de convencernos los nacionalismos, sino muchas– sin tener como objetivo vencer.
Sé que no va a ser fácil, que en cuanto comience a haber presos y muertos la lógica de los bandos se hará más y más fuerte. Lo he visto muchas veces. Por eso, por mucho que se vista de democracia, de justicia o de constitución, yo no celebro el inicio de todo esto. A mí, este proceso hacia un nuevo Estado no me ha traído de momento nada bueno. Y no creo que lo traiga jamás. Yo no tengo nada que celebrar. Pero, ojo, tampoco tengo nada en contra de los que lo celebran. Bien podría ser yo uno de ellos, porque somos todos los mismos en realidad. Cada uno de nosotros reside temporalmente en el otro y este en aquel y así sucesivamente en una infinita cadena de ser y de testigo hasta los más remotos confines del mundo. Y eso, por mucho que algunos se empeñen, no hay manera de separarlo.
Fucking democracia (Guerra intestina en Cataluña)

Acabo de regresar de los Estados Unidos. He pasado una buena temporada por allá, fui a impartir unas cuantas clases y un par de conferencias, y también a visitar a los amigos de por allí, que son de los mejores que tengo. Estuve por el norte, en Vermont, Nueva York y Filadelfia, y también estuve por el sur, en Colorado y Nuevo México. Tenía curiosidad por ver cómo se encontraba el país ahora que Trump ocupa el gobierno. Quería hablar con gente, con toda la gente que pudiese y cuanto más diversa mejor, y así lo hice.
Con los primeros que hablé fue con los anti-Trump, claro, están por todas partes y no paran de despotricar. Pero no saqué mucho de ellos. En nuestras conversaciones me decían más o menos lo que yo ya sabía: que si es un fascista, que si es un racista, todo eso. Sin embargo, las cosas que me dijeron los votantes de Trump me hicieron pensar mucho más. Estaban todos bastante cabreados y no paraban de repetir una misma palabra: democracia.
«Hemos votado y hemos ganado», me dijo Ryan, un tipo de unos cincuenta años carpintero de profesión y gran conocedor de los ríos del país. «Y sin embargo, no se están cumpliendo las propuestas electorales por las que votamos». Le pregunté a cuáles se refería y él, tras dar un largo sorbo a su cerveza, dijo: «Ni se ha construido el muro en México todavía, ni se ha expulsado a los más de dos millones de indocumentados que andan a sus anchas por aquí».
Cosas muy parecidas me dijo también Madison, una chicana muy morena que trabajaba en la preciosa biblioteca de Albuquerque en la que me encerré a escribir un par de días. Cuando le pregunté que por qué creía ella que Trump no estaba aplicando las medidas que prometió, me dijo que no era su culpa, que él seguro que lo haría con gusto, «pero los fucking liberal jueces de Washington no le dejan». Después me soltó toda una retahíla sobre el aparato legal: «Las leyes están hechas para que las empresas liberales hagan lo que les venga en gana, largarse a otros países, dejarnos a nosotros sin trabajo».
Me quedé bastante aturdido, la verdad, esta votante de Trump estaba diciéndome cosas que podría haber dicho yo mismo también. «¿Y sabes quién hace esas leyes?» –añadió– «esas leyes las hacen niñatos que viven en Nueva York y en San Francisco, de esos que luego nos expulsan de nuestras casas con la fucking gentrification, el puto turismo y todo eso», añadió sin apenas inmutarse mientras colocaba un par de libros en el carrito que empujaba por los pasillos de la biblioteca. Desconcertante.
Pero no quedó ahí la cosa, lo mejor estaba aún por llegar. No fue hasta el final de nuestra conversación cuando me dijo algo que no he podido quitarme de la cabeza desde entonces. Dejó de caminar, las ruedas del carrito se detuvieron en seco, y mirándome fijamente a los ojos me soltó: «Mira, hemos votado, hemos ganado, somos mayoría y tenemos todo el derecho del mundo a que se apliquen todos y cada uno de los puntos del programa que hemos aprobado con nuestros votos, ¿o no es eso la democracia?» Y ante eso yo no supe qué contestar.
¿Podríais ayudarme a responder a esta pregunta alguno de los que estáis ahora en Plaza Catalunya gritando eso de «Democracia» y «Referéndum»? Lo digo en serio. A mí la pregunta se me hace grande.
*Gracias Enrique Flores por la ilustración
Punk: cuando el nombre hace invivible el mundo que nombra
El pasado viernes, en la clase de Políticas artísticas que imparto en la Universidad de Barcelona, sacamos a relucir a los situacionistas y al punk como excusa para hablar de la potencia y los límites de la representación. Este documento videográfico es el complemento perfecto para nuestra discusión.
Al principio, antes incluso del nombre, el punk se hacía manifiesto únicamente tomando cuerpo; nunca por su identidad. Lo importante no era la idea que se hacía de sí mismo, sino la idea que se hacía de la vida, su forma de vida. En esta entrevista realizada en el mismísimo año 1977, un periodista enrollao le pregunta a Iggy Pop por el «Punk-Rock», y esto es lo que él le contesta:
«¿Punk-rock? Te diré un par de cosas sobre el Punk-rock. El Punk-rock es un término que emplean los diletantes, los manipuladores sin corazón que roban la energía, los cuerpos, los corazones, las almas, el tiempo y las mentes de unos jóvenes que dan todo lo que tienen. Es un término lleno de desprecio, relacionado con las modas, con el estilo, con el elitismo y con todo lo que pudre el rock and roll»
De nuevo aparece aquí esa tensión entre vida y representación que tanto espacio acapara en clase. Tensión entre un mundo vivo y vivido, y otro mundo que no es mundo, que sólo lo parece. Tensión entre un mundo que no necesita de un nombre para existir, y un nombre que hace invivible el mundo que nombra. ¿Cómo relajar esta tensión, cómo apaciguarla?
Por cierto, Iggy Pop cumple hoy setenta años.
Macron, Le Pen, partes de una misma cosa

Es verdad, Macron y Le Pen no son lo mismo. Son, simplemente, partes de la misma cosa. Uno está por continuar con la avanzadilla neoliberal que nos ha traído hasta aquí; la otra, aboga por un giro nacionalista: vuelta a las colonias, más Francia, más racismo. Si eres de los que piensa que todo lo social queda incluido en la política de la representación debes estar ahora mismo hecho polvo, sintiendo que no hay salida. Si por el contrario eres de las que piensan que cada vez más actividad huye de la política, serás capaz de relativizar las noticias de la tele. Frente a la homogeneidad y el encuadramiento social instituidos por la política y la economía, asistimos hoy también al descrédito y la retirada de afecto de ese orden. Son dos modos distintos de interpretar la realidad social. El primero es fuerte, autoritario, lo acapara casi todo, tanto que llegamos a confundirlo con la realidad misma. Pero no lo es. Hay vida más allá de la política, más allá del orden de la realidad instituida. De hecho, es sólo ahí, en el vasto e indeterminado espacio que es el no ser de la política, donde la hay. Habitar este desierto, arrancar el Demos del Kratos, es el desafío mayor de nuestros días. Mucho más que seguir confiando en la democracia como garante de nuestras vidas.
Las vallas internas de Trump

Trump el manager, el gerente, el administrador de una mortífera sociedad mercantil. Hombre blanco que gobierna administrando. No More Words, ¡acción!, ¡eficacia! En el gobierno de Trump lo jurídico cede ante un criterio policial de la eficacia. La valla de México y el veto a los refugiados parecen cosas distintas pero no lo son. La violencia que ocasiona una valla dura como la de México es la misma que sintieron ayer los recién llegados al aeropuerto JFK cuando fueron retenidos y separados de la comunidad local. La primera valla se ve, es explícita, la segunda no tanto. Los de Enmedio nos referimos a estas vallas como vallas internas, son vallas que se instalan en el cerebro a modo de ideas, opiniones, prejuicios… Reglas no escritas que operan en una sociedad local como principios orientadores en la relación con el extranjero. Cuando Trump ordena levantar una valla en México, así como cuando aplica un veto a la entrada de refugiados, lo que está haciendo en realidad es reforzar el supuesto de que hay algún tipo de diferencia ontológica entre los locales y los recién llegados. Y eso tiene un nombre: racismo. Todas las personas que ocuparon ayer los aeropuertos de Estados Unidos nos mostraron el camino para combatirlo. Si el objetivo de Trump es el de instaurar de nuevo el apartheid como norma, el nuestro es el de reinventar los disturbios de Soweto.
Administración Trump, administración de muerte

La valla que separa México de los Estados Unidos no ha dejado de provocar muertes desde que el gabinete de los Clinton la construyese allá por 1994. Desde entonces, este compartimento capitalista se ha convertido en una auténtica necrópolis para miles de personas clasificadas como inmigrantes ilegales. Ayer, Trump anunció la ampliación de esta valla y, acto seguido, Wall Street alcanzó números récord. Y es que la muerte, lejos de debilitar la economía, la afianza, la hace subir. Si vienes del lado «malo» de la alambrada te enfrentas a la muerte y esto provoca, entre otras cosas, que el otro lado, el «bueno», resulte más codiciado cada vez. Las muertes que provocan estos muros son un gran negocio, cuantas más muertes más beneficio. Gobernar es administrar este beneficio, para eso se ha hecho presidente Trump.
Nosotros, la gente (Investidura de Donald Trump)

Arriba: «Un nuevo gobierno de, por y para el pueblo»
Abajo: «Nosotros, el pueblo»
(Lo que más me gusta es el spray dorado)
Se acabaron los sueños: Donald Trump for president

Ya no perseguimos ningún sueño, ni americano ni de ningún otro tipo, lo que hacemos es huir de una pesadilla. Hartos de estar condenados a escoger en un mundo donde ya no existen alternativas, mostramos nuestra total indiferencia y desprecio hacia todo y hacia todos. De ahí la rabia que acompaña a cada uno de nuestros gestos que, cada vez con más intensidad, cada vez más a menudo, realizamos siempre que podemos. Nos estamos dando cuenta poco a poco de que estamos atrapados en la democracia, de que somos tan sólo nodos de una red en la que no existe otra opción que la de colaborar con un sistema de representación que actúa siempre contra nosotros. La elección nihilista de Donald Trump señala un espacio de actuación (puntual, viral, contagioso), donde lo único que acertamos a mostrar, de momento, es el agotamiento de nuestras propias posibilidades. Y lo hartos que estamos. Votamos para romperlo todo, pero lo único que alcanzamos a romper es a nosotros mismos un poco más. ¿Hablarán hoy también los medios de comunicación de «La gran fiesta de la democracia»?
Demorrabia

Los votos a Donald Trump, a Le Pen, los votos del Brexit, etcétera, evidencian un agotamiento generalizado. Y rabia, mucha rabia. Son votos resentidos que sólo buscan hacer daño. «Mis sueños se han hecho pedazos, mi vida es una mierda, pienso destruir todo lo que pueda». Y lo hacen, empezando por ellos mismos.
Que toda nuestra acción social se vea reducida sistemáticamente a votar cada cuatro años, a participar de una comunicación que tan sólo acierta a revelar nuestra propia incapacidad para cambiar las cosas, nos agota y nos llena de odio. Es urgente que demos con una manera de salir de la trampa que es hoy la democracia. Tenemos que reinventar la autonomía, la amistad, la cooperación. Seguir como hasta ahora es poco menos que suicida. Mientras damos con la idea, propongo que la democracia pase a llamarse demorrabia. Es, sin duda, un término mucho más adecuado.